Había una vez una chica muy bonita quien no tenía
padres, se llamaba Cenicienta. Su madrastra era una viuda fastidiosa con dos hijas muy feas. Cenicienta siempre tenía
que hacer los trabajos más difíciles de la casa. Un día el Rey de aquel país anunció
que iba a dar una gran fiesta a la que invitaba a todas las chicas casaderas del reino. -Tú Cenicienta, no irás
-dijo la madrastra. Te quedarás en casa limpiando el piso y preparando la cena para cuando volvamos. Llego el
día del baile y Cenicienta muy triste vio partir a sus hermanastras hacia el palacio real. Cuando se encontró
sola en la cocina no pudo reprimir sus sollozos. ¿Por qué seré tan desventurada? -exclamó-.
De pronto apareció su Hada Madrina. -No te preocupes -exclamó el Hada- Tú también podrás
ir al baile, pero con una condición, que cuando el reloj de Palacio dé las doce campanadas tendrás que
regresar sin falta. Y tocándola con su varita mágica la transformó en una radiante joven con un hermoso
vestido.
La llegada de Cenicienta al Palacio causó mucha admiración. Al entrar
en la sala de baile, el Rey quedo tan enamorado de su belleza que bailó con ella toda la noche. Sus hermanastras no
la reconocieron y se preguntaban quién sería aquella hermosa joven que había cautivado al Rey. En
medio de tanta felicidad Cenicienta oyó sonar las doce en el reloj de Palacio. ¡Oh, Dios mío!
¡Tengo que irme! -exclamó. Rápidamente atravesó el salón y bajó la escalinata
perdiendo un zapato en su huida. El Rey recogió el zapato. Para encontrar a la bella joven, el Rey ideó
un plan. Anunció que se casaría con aquella joven que pudiera calzarse el zapato. Envió a sus emisarios
a recorrer todo el Reino. Las doncellas se lo probaban en vano, pero a ninguna le quedaba bien el zapato. Cuando llegaron
a casa de Cenicienta, sus hermanastras tampoco pudieron calzar el zapato, pero cuando se lo puso Cenicienta vieron con
asombro que el zapato le quedaba perfecto. Así fue como el Rey se casó con la joven y vivieron
muy felices.
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